Había hecho todo lo posible para que me viera, al menos de reojo, al menos porque en fin. En los últimos dos días, tomé más café que nunca solo para llegar al kitchenet y rozarla a pocos metros, y repetir despierto aquel sueño maravilloso de la última (luego penúltima) noche, en el que solo le besaba los hombros porque no me atrevía a más. Ropa nueva de colores, lentes de carey, jean focalizado y rasgado a la moda. Y solo quería que voltee y me vea, carajo, al menos una vez, al menos una, y me diga siquiera que le sorprende mi cambio de look. No que me quedaba bien, solo que le sorprendía. Cualquier cosa. Un piropo malo y una sonrisa diplomática. Pero nada. El silencio fue más doloroso que nunca. Se mutaba. Asimilaba otras verdades: el recuerdo de mi ex contándome por teléfono que tenía nuevo enamorado –abogado de 28 años, vecino suyo adinerado– todavía merodeaba la escena. Era todo: la envidia de su felicidad, su recuerdo, y el deseo de una frase de ella, ‘la bella’, que nunca llegó. Jamás. Las cosas no podían salir peor.
Así que decidí ir a comprarme zapatos al Jirón de la Unión. Solo, como siempre.
Caminé, fisgoneé modelitos y tallas, desesperé a una fea vendedora con mis indecisiones. Compré un par, al fin, y regresé caminando al diario. Todavía algo triste por la ausencia de todo. Entré a nuestro edificio 247 y esperé el ascensor. Tardó una eternidad, creo. Pero podía demorarse para siempre y ni cuenta me hubiese dado. Se abrió el ascensor y, cómo tantas veces, caminé mirando al piso (una costumbre inexplicable). Escuché pasos y, por inercia, apreté el botón para detener la puerta. Y sucedió. La tenía al frente y estábamos solos los dos, por vez primera, encerrados entre cuatro paredes. Éramos, en realidad, tres: ella, su sonrisa imperfecta que me vuelve loco, y yo.
–¡¡¡David!!!
Siempre repite mi nombre con esos signos de admiración asolapados, con esa voz dulce de sorpresa que se escapa, y eso a mí ya no me sorprende, pero me palpita como cada palabra suya. Llevaba su cámara por debajo del pecho. Sonreía orgullosa de hacerlo, de ser lo que quiere ser. No pude evitar sentir orgullo, como si fuera mi hija. O como si fuera mi amor. Fue tan tierno y tan inesperado que pensé declararme en ese instante, pase lo que pase. O tan solo decirle: “Eres preciosa”. Pero, claro, no me atreví.
Luego vino el silencio incómodo de ley. Ella supo escaparse de él (y, sin querer, de mí):
–¿Te has comprado ‘babos’?
(–¿‘Babos’? –me pregunté.
–Zapatos, imbécil –me respondí.)
–Ah, sí… claro –le dije con una sonrisa fingida, nerviosa, absurda.
El ascensor se abrió. Ella se fue. Vi irse sus pasos en silencio. Y me quedé solo otra vez, como siempre.