Sunday, April 30, 2006

Sexo, pudor y lágrimas

Todavía tengo tu foto en el corcho que me regalaste y en el cajón de tu cuarto aún deben estar tirados los preservativos que quedaron esperando. Quisimos ser libres, pero no pudimos sobrevivir al amor sin nostalgias. Me gustaría enviarte rosas, pedirte un beso, una y mil noches, otras horas de tu olor. Pero para qué. Fue eso lo que me preguntaste en tu último mail: para qué. Te respondo, aunque sea tarde: yo tampoco lo sé. Nunca lo supe, ni lo quise saber. Era lindo dejarse llevar, creerte al pie de la letra. O habrás olvidado tus palabras en nuestra segunda primera noche, cuando –luego de tres meses sin vernos– me dictaste las cláusulas de nuestra cadena de favor: "Ahora tú me has hecho el favor. Cuando quieras que yo te haga el favor, me llamas y ahí estaré". Ya lo ves: lo nuestro nació trucado, duró lo que tuvo que durar (el tiempo exacto para que me engrías demasiado), y funcionó hasta que extrañamos ser queridos de verdad. Ahora no hay nada qué hacer ni rectificar. Ya solo nos queda extrañarnos un poco en otros cuerpos.

Saturday, April 15, 2006

Un día cualquiera

Voy de comisión; observo, pregunto, apunto y grabo. Regreso, busco un ángulo nuevo del tema y selecciono la información conveniente. Al escribir, hago uso inconsciente de mi forma de ver el mundo, de mis ideas, mi ideología, mis taras, mis prejuicios, de mí. Le vendo mi ángulo a mi editora, que objeta y agrega detalles, me pide que llame a unas fuentes o que retire otras ya consultadas por su escaso aporte o porque afectan los intereses del diario; discutimos, pero finalmente llegamos a un consenso, que a veces solo responde a mi necesidad de empleo. Yo escribo, ella edita la nota, es decir, le imprime su visión, que, felizmente, muchas veces coincide con la mía. El texto llega a diagramación, donde un aviso publicitario reduce su extensión a la mitad. Resignado, edito y boto información a la basura. Finalmente, cae en las manos de la editora general, que agrega dos o tres pequeños cambios. Por fin, se va a la imprenta.

La objetividad no existe. Sin embargo, ¿cuáles son los límites de la subjetividad, una subjetividad, para colmo, enmarcada dentro de un discurso ya establecido? ¿Acaso los periodistas solo somos transcriptores de una realidad trastocada por nuestra visión personal y que responde a verdades institucionalizadas –y, muchas veces, empresariales–, en donde el medio de comunicación es el autor que le otorga el valor de la veracidad a su propio discurso? ¿Debemos ser más conscientes –y, en consecuencia, más fieles a la búsqueda de una pluralidad que trastoque los cimientos del discurso dado– en la puesta en escena de la información recabada? ¿Hasta qué punto obedecemos a la verdad que ha sido históricamente aceptada y que es el cimiento de nuestra realidad y, claro, de nuestras notas? ¿Acaso no hacemos todo lo posible para no afectar esa realidad y la defendemos con vehemencia cuando alguien critica nuestro trabajo?

Siempre me ocurre. Al día siguiente, reviso los diarios de la competencia: una ‘extraña’ coincidencia ha hecho que todos los colegas que cubrieron la misma comisión que yo hayan consultado a las mismas fuentes, aplicado el mismo punto de vista y seleccionado, por tanto, la misma información. En las páginas impresas, todos dicen lo mismo –aunque cada cual a su manera–, porque, en las luchas personales del día anterior de cada uno en sus medios, solo nos habíamos mirado el ombligo y dado vueltas sobre nuestros propios ejes.